Los libros nunca fueron el centro del conocimiento en mi casa. Su presencia no se cuestionaba, como no se cuestionaba una ventana que dejara entrar la luz en la cocina. Gozabas de ellos sin exagerar la emoción. A veces de una manera tenue como la luz infiltrada. O de manera descuidada. Venían en cajas, por estaciones, como en una mudanza continua y de todas las casas familiares. Podían aparecer en cualquier lugar. Eran una parte de todos los utensilios que había en la casa, en el jardín, por el tejado, por el garaje, debajo del fregadero de mármol de la cocina. Pero sí existía una nítida conciencia de que la existencia de ellos era un lugar excepcional al que entrar con un pequeño obsequio entre las manos. Lo que había en los libros era una prolongación. No se mostraba la vida a través de ellos, sino que ellos completaban la vida que había afuera. Una vida vigilada para ser vivida: «come moras» «ve y trae un papel para hacer una cabra» «mira cuántas avispas salen del corazón verde de la uva» «juega con tu hermano que está hoy triste» «ven que te cuente algo que me ha ocurrido hoy» «duerme a mi lado para que estés bien» …
Y luego venían los libros con sus descansos, su diversión y sus engaños.
En los libros no había una responsabilidad evidente. No se nos exigía que leyéramos, de la misma manera que no se nos exigía que supiéramos para qué servía la ventana. Estaba y había que asomarse por ella con la intención de buscar algo o cerrarla si nos perturbaba cualquier cosa que viniera de fuera. En mi casa, mi padre nunca dijo que tuviéramos que leer, pero lo veíamos leer después de un día que él había convertido en toda una vida. Y colocaba libros y los descolocaba como el que cambia el agua al pájaro en verano cada día o descorre las cortinas de una ventana al caer la tarde. A veces con pasión casi física.
Mis padres nos hicieron ver que la única misión que debe tener un niño era la de emprender pequeños descubrimientos. Y se dedicaron a ello. Para eso era nuestro padre. Y ella, nuestra madre. Nos traía a un mundo que debían mostrar. Si llegas a un lugar, debes saber cómo ser en él, estar en él. Los libros vienen después. Primero hay que perfeccionar ese descubrimiento, la percepción, la sensibilidad sobre las cosas comunes o extraordinarias.
Los libros no nos hacían más inteligentes ni más hábiles. Había que llegar a ellos habiendo practicado con la habilidad o la inteligencia. Cuanta más vida había fuera de nosotros, más luz dejaba entrar el libro en nosotros. Conocer la oruga y el agua que cae sobre ella y después poder reproducir el sonido de la gota, el tacto fluorescente de un cuerpo cuando aparezca en un libro. Nadie se hace médico porque lo ha leído o aprende a amar el olor de un animal porque lo ha visto dibujado. Tendrá conocimiento de él pero no experiencia. Y para que un libro te convierta en descubrimiento en sí tiene que ser seleccionado, cuestionado, rechazado o colocado bajo el alféizar de la ventana y esperar el regreso de uno.
Se trata de mostrar la vida y decirles que corran a los libros a buscarla para repetirla.
Regresar a él con algo que ofrecerle también. Y es ahí donde se produce el milagro de la palabra escrita: el verdadero encuentro leal y confiable. Como ese pájaro al que le pones agua cada día. En la certeza de que al correr la cortina el sol dañino te da una tregua.
En la vida también aparecen los azules, las esperanzas, las compañías llenas de energía y que suman, los campos donde respirar, los animales donde refugiarse, los pensamientos donde descansar, las palabras con las que diseñar un nuevo lenguaje más luminoso. Todo lo que no está descubierto y que un niño debe salir a buscar junto con el padre o la madre o la persona que lo protege.
Cuando veo a los niños lanzados a la lectura, entre el bullicio y la obligación, las onomatopeyas y la exigencia, coincide que a veces son niños que se están perdiendo el bullicio de la vida de inicio y sensorial junto a su padre y a su madre. Los hijos no les acompañan en el esfuerzo que supone mostrar el lugar al que han llegado porque no hay esfuerzo. Niños desatendidos en la emoción, no escuchados, molestos y que parecen crecer bien. Padres y madres que parecen hacer lo correcto cuando les compran muchos libros, para que lean mucho y aprendan mucho y almacenen mucho en el lugar que sea. Mucho de tan poca vida que comparten.
Esto es un cisne y el niño ve un pájaro sobre un papel. Pero si el niño conoce el cisne porque su padre o su madre se lo han mostrado, ha podido acercarlo a él y consiguen emocionarlo, lo buscará en los libros, lo recreará y reproducirá los sonidos. Y es entonces cuando convertirá un libro en un ave poderoso y podrá comprobar el tamaño que ha adquirido cada vez que se asome a la ventana de la cocina.