Mi abuelo tuvo que aceptar el encargo de proteger, como director, el Museo Nacional de Ciencias Naturales en la época de la Guerra Civil, lo que llegó a llamarse la Época de la Disgregación. Proteger la memoria de la Naturaleza.No poder proteger a los hijos en la contienda. Proteger los primates disecados,las pibetas,los tubos de ensayo, los oficios, las memorias, los planos. No poder proteger la propia vida.
No sé qué sentía con respecto a esto. Es como si te sientan en una silla con una pecera sobre las rodillas y te dicen que vigiles a los peces mientras ves correr a las personas de un lado para otro, desintegrándose en el caos. Yo era pequeña cuando él murió y no tenía la capacidad para preguntar, para plantearme qué tipo de rabia o inconsciencia nacería de esa extrema responsabilidad.
Era tímido y apasionado y diría aquello de «Estos son bancos de germoplasma. Estas semillas y esporas son un material vegetal vivo. Cada ejemplar es único, cada espécimen se ha utilizado para descubrir una especie. Se recolectan en un momento único en el tiempo.”
Yo podría entender que aquella pecera sobre las rodillas sostenía la defensa del hombre, el futuro del hombre.La única esperanza estaba en lo que aquellas pibetas,aquellos microorganismos o aquellas células ofrecían al ser humano.
Proteger la puerta de entrada era una manera de combatir, de obedecerse a uno mismo en la creencia de que la vida humana es, en definitiva, una vida animal.
Fotografía: AP Natacha Pisarenko.