Perdí a mi padre cuando era una mujer muy joven. Creo que me preparé para ello desde que empecé a tener conciencia de que la no presencia de él en la casa era una situación que me producía una tristeza sofocante. Y porque no era como los padres de mis amigas. Traía de la vida anterior el agotamiento de la entrega, de la defensa de su propia vida en los años del desvarío y la violencia y aún así él era un lugar donde acoplarse y no temer, donde balancearse de manera tan cálida. Era mi padre un ser dulce e inmenso. De edad muy avanzada. Entonces ideé todas las maneras posibles de verle vivir junto a mí siempre. Desechar día a día la idea de la desaparición de aquel hombre bueno. Tan puro.
Siempre tuve conciencia de que le perdería siendo yo muy joven. Y aún así, no llegué a tiempo. Porque cuando le perdí de verdad y dejé de verlo en casa un día tras otro, tras otro… tuve todas las preguntas. Deseé recuperar su vida como un joven que comenzaría con ánimo y esperanza los años mejores en la vida de alguien, que son los años de ímpetu en los que se piensa en el amor, en el sexo, en el riesgo de tiempos futuros. Y pensé en su niñez. Qué niño fue. Qué hombre fue. Volver a casa, dejando a los demás, y hablar. Sentarse junto a él y romperlo todo. El papel de padre, de hija. Cuéntame, padre.
No llegué a tiempo para saber cómo había sido realmente la vida de él. Cómo había sido él como hombre. La primera vez que compró tabaco o qué sintió cuando se convirtió en un joven médico en la contienda. Qué sentía por sus pequeñas niñas, cómo escapó de la desolación. Qué tipo de tejido le gustaba llevar o qué ciudad soñó siempre. O lo que cualquier desconocido te contaría.
Y hubieran sido unas horas. Las que una vacía lejos de aquellos que tanto te aman. Horas que entregas a la narración completa de la vida de las amigas, las biografías que lees de quien jamás conocerás, las confesiones de quienes no amas… Nos pasamos media vida entregando la vida a personas inmerecidas, oyendo historias de personas que jamás te serán leales.
Un padre es siempre un hombre por descubrir. Alguien que también intenta sobrevivir como hombre y no solo como padre. Que reflexiona sobre cosas que no atreve a contar por vergüenza de ser padre. Y un día, sin esperarlo, se va. Y no llegas a tiempo para preguntar. Para descubrir qué hay detrás de esa presencia tan previsible, tan segura, tan sólida a la que te has acostumbrado. Pero un padre es también un hombre con el que te encuentras en la vida. Un gran desconocido, un leal compañero que llegó a la vida antes que tú y se preparó para ti, la preparó para que llegaras. Por eso hay que llegar a tiempo para conocerlo. Para saber de verdad qué tipo de hombre es ese que comparte el inicio del día. Y el anochecer. Y que te ama bien. Que siendo un hombre bueno, sería el único que entregaría su vida por la tuya. La que desconoces también.